28 abril 2018


Beas

Mercedes Trigo

A Manuela, mi madre

¡Niña, vete de aquí ahora mismo si no quieres que te pegue una hostia!. Pero no se fue inmediatamente. A pesar de aquella amenaza permaneció un instante escondida detrás de los cortinajes que, a modo de escena teatral, encuadraban la estancia, el salón de la casa palaciega de las Abadesas. Allí, en medio, estaban las madres aterrorizadas, temblando en torno a la superiora, que lloraba resignada postrada en un sillón, como si todo estuviera perdido, como si ese fuera el deseo del Señor. Sólo un susurro desconsolado salía de sus labios: ¡El niño Jesús del Consuelo no, el Niño Jesús no!
¿Qué estaba pasando?”, se preguntó la chiquilla. O, más aún, ¿qué había sucedido?. En el pueblo decían, cuando iba a por agua al pilón, que los milicianos habían echado a las monjas del convento, recluyéndolas en la casa de las Abadesas. Por eso había ido a verlas. Pero ¿por qué estaban sin sus hábitos? Nunca las había visto así. Una sensación de pudor recorrió su endeble figura adolescente. Vestían unos monos azules y les habían cortado el pelo. Sin salir de su asombro, le pareció que la madre superiora, de esta guisa, estaba todavía más gorda. Seguía teniendo cara de buena y le daba mucha pena ver como lloraba, igual que presenciar a las otras madres también llorando, consolándose unas a otras, con sus cabezas llenas de trasquilones. Ahora ya no le hacía gracia como cuando iba a verlas al convento y las hermanas se reían con sus ocurrencias.
¿Pero todavía estás aquí? ¿Qué tienes tú que ver con estas putas?―. Aquella voz bronca la sacó de su abstracción. Era otra vez aquel hombre; también ataviado con un mono azul, se comportaba como un soldado, pero no lo parecía. Portaba un fusil y mientras le hablaba no dejaba de apuntar a las madres; tenía una mirada como… si estuviese muy enfadado con ellas, o más aún, con todo el mundo. ¿Qué le habrían hecho para comportarse así?
Manuela no respondió al miliciano. La verdad es que tampoco pudo, tan asustada como estaba. Optó por salir de su escondite, echó a correr escaleras abajo, atravesó el patio y no se detuvo hasta llegar a la calle. Sintió que su corazón latía más deprisa, que la golpeaba en el pecho como si estuviera desbocado. Tenía que haberle contestado, pensó con rabia, que si estaba allí era porque las quería, porque la daban algo de comer cuando su madre llegaba tarde del tajo, que le cosían mandiles y enaguas de vez en cuando, que le enseñaban las letras y los números, que eran buenas. ¡Eso era lo que tenía con ellas, al igual que otros niños del pueblo¡
La casa de las Abadesas estaba en la calle principal del pueblo, quedaba lejos de El Cerrillo, el barrio pobre donde vivía Manuela, en las afueras. Ya había atravesado la plaza y corría por la calle del mercado, cuando, de pronto, se detuvo en seco. ¡El Niño Jesús estaba en el convento y esos hombres también! No supo por qué, pero cambió de sentido y retrocedió hacia la plaza. La calle del convento arrancaba allí, era una cuesta bastante pronunciada que se retorcía, cada vez más empinada, hasta llegar a una amplia explanada donde se hallaba el edificio. Desde allí se podían ver todos los barrios del pueblo. Rodeándolos, se extendían los olivares hasta donde alcanzaba la vista; arropaban al pueblo como si de un manto verde se tratara, más allá el cielo azul… Así son los campos de Jaén y así se divisaba aquella mañana el campo de Beas de Segura. ¡Lástima que las debilidades de los hombres, el odio y la ira no permitieran contemplar el esplendor y la belleza con que la naturaleza, generosamente, se mostraba! Manuela llego a la explanada del convento sin notar la carrera cuesta arriba. Sus flacas piernecitas casi no la sostenían… estaba sin aliento. Se detuvo y mientras se recuperaba oyó voces dentro. Tenía que entrar sin que la vieran.
La chiquilla se acercó a los muros sin saber exactamente qué hacer, pero, impulsivamente, se dirigió a la fachada principal, atravesó el pórtico y empujo las pesadas puertas de la capilla. A pesar de que la mañana ya estaba bien entrada, la estancia se encontraba en penumbras y al fondo, entre claros y oscuros, el retablo barroco destellaba suaves luces doradas que se desvanecían por todas las paredes. Delante del retablo, el altar mayor se definía claramente. Manuela avanzó entre las filas de bancos por el pasillo central. No se veía a nadie, pero se oían muchas voces y ruidos que llegaban de las otras dependencias del convento. Las reconoció, eran los mismos tonos airados y groseros que oyera en el palacio de las Abadesas e, inmediatamente, sintió tanto miedo que le impedía pensar con claridad. Cuando llego al altar, miro a un lado y al otro, busco con la mirada. ¿Y el Niño Jesús?
En la nave lateral, en un pequeño altar, se encontraba la imagen. Se acercó sin dudarlo, la cogió y salió corriendo por donde había entrado. Una vez fuera de la capilla, apoyada en uno de los muros, suspiró. ¡No la habían visto! De nuevo sintió que el corazón le latía como si estuviera loco y que las piernas le temblaban de nuevo. Pero no podía entretenerse, tenía al Niño en sus manos y lo primero era ocultarlo. Se quito el delantal, que llevaba a modo de guardapolvo, y lo utilizó para envolver la imagen cuidadosamente. Recordó que las leñeras estaban en la parte de atrás del convento. Sin separarse del muro, llegó hasta las pilas de leña, entre las que pudo esconderse mejor.
Vio una pequeña puerta que daba acceso a las cocinas. Sin vacilar se acercó y la empujó; estaba abierta, allí estaban las carboneras… ¡Escondería al Niño entre el carbón!. Empezó a escarbar. Sus manitas se manchaban de tizne y el mineral le hacía cortes en los dedos, pero ¿qué importaba eso? Cuando creyó que el agujero era suficientemente profundo, depositó la imagen y empezó a cubrirla con el carbón. Todavía estaba en esa tarea, cuando, por la espalda, sintió que la levantaban en volandas como si fuera una pluma, para luego volver a depositarla en el suelo. Uno de aquellos milicianos la miraba entre enfadado y sorprendido, creyendo entender lo que la niña hacía allí.
Ja, ja, ja, ¡te pillé ladronzuela! Con que robando carbón del convento… ¡No está mal!. No le permitió continuar, echó a correr y salió de allí.. Llegó a la explanada, miró un instante hacia atrás y todavía alcanzó a ver a aquel hombre en la puerta de las cocinas, riendo a carcajadas, divertido por el encuentro: Chiquilla, vuelve, llévate un poco más. Manuela continuó corriendo mientras se decía para sus adentros: “Tú ríete, qué no te has enterado de nada”.
Cuando llegó a casa, recordó que su madre debería haber estado ya en su trabajo. La esperaba en la puerta con Juan Manuel, su hermanito pequeño, en brazos: ¿Dónde has estado? Voy tarde, coge a tu hermano. Está bueno todo como para andarse con tonterías―. Mientras se anudaba el chal, seguía murmurando: “Esta niña cada día está más despistada… ¡Dios mío con la que tenemos encima!”. Cogió el canasto y se marchó. Manuela se quedó mirándola. “Tenía que haberle explicado lo que me ha pasado”, pensó…pero el bebé empezó a lloriquear y se centró en callarlo. Con suaves movimientos, consiguió dormirlo.
No era fácil la vida para Francisca. Diego, su marido se había marchado a Jaén, puede que huyendo o sencillamente a buscar otra vida. No sabía si volvería, pero lo que tenía claro es que tenía seis bocas que alimentar: Fuensanta, Manuela, Josefa, Valeriano y Juan Manuel. No, cinco, se corrigió, porque José el mayor, estaba en el frente. Allí, al menos, comería todos los días. Entró en la fonda del pueblo donde trabajaba y se puso a sus quehaceres. Apostada ya en el lavadero, resignada, afrontó como todos los días la dureza de su trabajo, suspirando pensativa: “¡Al menos vamos tirando!”. Qué lejos quedaban los días felices en la fábrica de aceite. Entonces se podía vivir tranquilamente, sin escaseces. Diego tenía un buen trabajo y estaba considerado, no como ahora. “Estos políticos tienen la culpa de sus ideas, de que se haya ido. ¡Maldita política!”. Golpeando con fuerza en las sabanas que lavaba, descargó su rabia.
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Manuela camina alegre calle abajo, va muy guapa, con su vestido azul y sus zapatillas nuevas de domingo, aunque hoy no lo es. Ha decidido que hoy es el día, mañana será Navidad y… Ya ha atravesado el pueblo y ha subido la cuesta sin esfuerzo alguno. Aunque es una mañana fría, el cielo está despejado y una luz especial ilumina los viejos muros del convento. Todo está tranquilo, ¡tan diferente de aquel día!
Han pasado varios meses, el pueblo ha recuperado algo de calma y, poco a poco, todo va volviendo a la normalidad. Cada uno va y viene de sus huertos, del olivo, de sus faenas.
Las madres ya no están en la casa de las Abadesas. Los milicianos se fueron del convento y ellas han podido regresar. Muchos han sido los destrozos, muchas las imágenes que han quedado inservibles… Algunas han desaparecido, pero al menos aquellos muros siguen en pie, dispuestos como lo han hecho siempre para darles cobijo. Hay un ambiente cálido en las estancias, ajetreo de hermanas que se saludan y se sonríen, mujeres dispuestas a respirar y perdonar para seguir adelante. Saben que la calma de estos días es transitoria, pero es Navidad y hay que celebrar el nacimiento de Dios.
¿Dónde está la Madre superiora?, ha preguntado Manuela a una hermana que ha encontrado en la puerta. Ésta, sorprendida, se ha alegrado de ver a la niña, hacía meses que no sabían de ella, algo lógico, pensó. Vamos, te acompaño, mientras la estrecha por los hombros. ¡Me alegro mucho de verte! Ya verás cómo la Madre también se pondrá muy contenta cuando te vea. ¡Le hace tanta falta un poco de ánimo! ¿Qué te trae por aquí?—. Pero la cría calla, quiere ver a la superiora.
Allí está, pero no como siempre, casi no puede moverse, ¡parece que ha envejecido cien años!
¡Manuela, ¿qué haces aquí? ¡Mi niña!—. La mujer rompe a llorar mientras la abraza…
Madre no llore, la niña intenta separarse de aquellos brazos queridos.
Madre no llore, insiste.
Tengo que decirle un cosa—, balbucea.
Algo más serena y conteniendo las lagrimas, la mujer la escucha: —A ver ¿qué tienes que decirme, qué te pasa?.
Madre a mi no me pasa nada, estoy bien, pero tenemos que ir a la carbonera. Tengo que enseñarle una cosa, he intentado entrar pero la puerta estaba cerrada.
Sorprendida y llena de curiosidad, al tiempo que una sonrisa se dibuja en sus labios, pregunta: ¿A la carbonera, a qué?.
Madre, allí tengo escondido al niño Jesús, entre el carbón. ¡Menos mal que aún no ha empezado el frio¡.
Las dos monjas se miran incrédulas y, acto seguido y sin mediar palabra, una ayudando a la otra, con pasos dificultosos y atropellados, recorren la distancia hasta las cocinas La niña va delante, quisiera correr pero la superiora no puede ir más deprisa… Por fin la cocina, la carbonera, aún sin usar, como ella la dejó aquella mañana de septiembre. Sus manitas no dudan, escarban más y más entre el carbón hasta encontrar la tela de su delantal. La palpa y siente la figura. Cuando la desenvuelve, las dos monjas no dan crédito. Es el Niño, el Niño Jesús del Consuelo.
¡Se ha salvado¡— dicen entre lágrimas.
Es Navidad y Dios, de nuevo, ha nacido.


Beas de Segura (Jaén).


17 abril 2018

La lisura del agua, relato de Jesús Ramos Alonso, ha resultado ganador del II Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid.

El jurado ha estado compuesto por Maria Luisa Ciattei, María Luisa Sánchez Mingo, Teresa Albert, Carmen García Delgado, Carola Moreno, Rocío Cela, Marisol Martínez, César Rodríguez González y Gonzalo Silván Lago, a los que se agradece su magnífica y difícil labor.

Enhorabuena al vencedor, que se hace con el preciado trofeo, una pintura del artista Gonzalo Silván Lago, y a los demás participantes por el alto nivel de sus trabajos, que esperamos poder ir publicando poco a poco.


La lisura del agua

Jesús Ramos Alonso


Gonzalo Silván Lago. Galardón del Premio.

No se preocupe padre, no haga caso de todo lo que dicen, yo estoy bien. Aunque ¿quién le iba a decir nada?, si en el pueblo ya no queda nadie; Faustino fue el último en marchar, hace ya más de un año.
A la mayoría los vio usted irse antes de morir; unos pocos afortunados fueron donde los hijos que habían emigrado antes; otros, sin tierra que cultivar, se instalaron en los pueblos de alrededor con las cuatro perras que les dio el gobierno y malviven de oficios que desconocen.
Yo entonces era muy niño; para mí el pantano era pescar con los otros chicos y bañarme en verano en el agua tibia.
Pero cuando murió madre y ya nunca más le vi a usted sonreír me hice mayor de golpe, apenas recién estrenados los primeros pantalones largos que ella me había arreglado aprovechando unos suyos. Le recuerdo mirándome desde el escaño, y como me debían quedar un poco anchos por la cintura, se levantó, me cogió por los hombros y dijo “ya eres un hombre, apriétate bien la correa”
De la enfermedad de madre usted le echaba la culpa al pantano; decía que nos había traído la ruina y el hambre y el irse todos, y que eso la mató.
Luego de quedarnos solos, le recuerdo sentado en el risco al atardecer, bajo la sombra del muro de hormigón, mirando al agua ensimismado. Esa agua que le fue ahogando la vida por dentro y enterrándola en la tierra que fue nuestro sustento, bajo la superficie líquida, quieta y oscura como un mal presagio.
Cuando el pantano le mató, después de dejarle seco como un anciano, le dimos tierra junto a madre; dos mujeres tuvieron que ayudar a llevar la caja hasta el cementerio: ya no había hombres suficientes en el pueblo.
Yo entonces empecé también a mirar a la presa como una especie de fantasma, algo que estando allí, inmóvil, con su sola presencia alejaba a familias enteras.
En los últimos tiempos, antes de morir, ya me miraba usted sin ver, mientras me contaba cosas que yo no recordaba:
Primero vinieron unos pocos” me decía serio, “se hospedaban en la fonda y todas las mañanas salían con el jeep, cargado con unos instrumentos que parecían los del fotógrafo que nos retrató para la boda”.
Todavía conservo esa foto, padre, es lo único que me queda y muchas veces la miro. ¡Si pudiera volver a sentarme en el risco por las tardes! y cerrar los ojos y sentirle a mi lado y escucharle hablando de cómo era el pueblo cuando yo nací.
Me parece estar oyéndole contar como, a poco de marcharse aquellos hombres vino un forastero, un funcionario, a hablar con el alcalde; y que, después, este reunió a los vecinos y les explicó que iban a construir un pantano y que el pueblo quedaría sin comunicación con la cabeza de partido, encajonado entre el agua y la sierra.
A veces, lo pienso ahora, yo debía mirarle perplejo; entonces usted sacaba la petaca y liaba un cigarro mientras añadía pormenores para que yo le entendiera. “No es fácil atravesar la sierra ¿sabes hijo?”, decía mirando rio arriba hacia la estrecha pista que trepa por la ladera, ”fíjate lo lejos que está el valle vecino, que antaño se hablaba allí un dialecto diferente”.
El fantasma de la presa, aún sin existir siquiera en los planos de los ingenieros, se debió instalar en las casas de los vecinos vigilándolos de día y alterando su sueño de noche.
Este invierno ha nevado mucho, padre; menos mal que tenía la vaca y las gallinas y…
Por las tardes, al calor de la chimenea, sacaba los papeles viejos que madre iba guardando en el baúl, entre las sábanas; las escrituras de la casa y de las tierras que ya no sirven para nada, la fe de bautismo,…la carta que trajo el cartero hace ya muchos años, la que le leyó madre con lágrimas en los ojos a la tarde, al volver usted del campo, la de la expropiación de las tierras que escuchó en silencio.
Hace pocos meses yo he recibido una carta igual, quieren recrecer la presa y todo se hundirá; la escuela, la iglesia, la plaza… el pueblo entero desaparecerá. Y con el pueblo desaparecerán también el cementerio y el risco.
El Faustino recibió una carta parecida: él no aguantó. Pero yo me acordé de lo que dijo usted, muy serio, al terminar madre de leer la carta: “pon la cena mujer, de aquí solo me sacarán con los pies por delante”
Así que hice lo que hice, cuando vinieron esos hombres con la lancha y los vi rondando por el cementerio, les pregunté qué hacían. Dijeron que tomaban fotos y medidas para sellarlo, que iban a traer unas máquinas para echar una plancha de cemento sobre las tumbas antes de la inundación.
No lo pensé dos veces, fui a por la escopeta y los maté a tiros. Luego hundí sus cuerpos en el pantano, atados con piedras.
Aquí me tratan bien padre, me dan de comer y me han dejado traer la foto de madre y suya, la de la boda. Solo tengo una pena: no volver al risco a escuchar su voz por última vez antes que se desvanezcan la memoria y los recuerdos bajo la lisura del agua.

13 abril 2018


La rubia del máster
Sainete moderno en dos escenas

Julio Sánchez Mingo

Personajes: La rubia, el catedrático y su ayudante.

Escena I. En el despacho del catedrático.

Buenos días, profesor.
¿Cómo estás, encanto?
Liada. Ya sabes lo que son estos carguitos. Aquí en la universidad vivís muy bien.
No nos podemos quejar. Eso sí, se nos acumula mucho trabajo. Desde que descubrimos lo de los másteres, qué mal suena en español, no paramos. Pero es un gran invento. La universidad saca tajada y los profesores trincamos unos sobresueldos cojonudos. Todo a costa de esos pringaos de estudiantes que por un papelito de mierda pagan miles de euros. Y las empresas tragan contratando a esos ignorantes. Pero hay que aprovechar la situación.
Pues yo estaba pensando hacerme uno de los tuyos. Cuando deje la política me gustaría dar clases en la universidad y necesito currículum. Pero se me ha pasado la fecha de matrícula ¡tres meses!
No te preocupes. Yo te lo arreglo todo para que lo hagas, incluso en este curso.
¿De verdad?
Pues claro.
Pero no tengo tiempo ni para ir a clase ni para nada. Supongo que algo habrá que hacer, algo habrá que estudiar, que leer. Y encima con los trabajitos que hay que presentar.
No seas agonías. No hace falta ni que vengas a clase ni que hagas nada. Yo me encargo de todo. Le diré a algunos de mis esbirros que firmen actas y papeleo y listo. Dile a tu secretaria que llame a la mía y entre ellas lo apañan y lo arreglan sin que te enteres.
Así lo haré. No sabes cuánto te lo agradezco. Te debo un favor gordísimo.
No te creas, que me lo pienso cobrar.


Escena II. En el despacho del catedrático.

¿Ya se ha ido esa bruja, rubia de bote?
Sí, ya se ha ido.
La tengo atragantada, no la soporto. Tan prepotente y tan digna y suficiente.
Hombre, tampoco es para tanto.
Desde que fui a Extranjería, en la antigua cárcel, a que la moldava que cuidaba de mi madre pusiera las huellas en su NIE, no la puedo ni ver. A los inmigrantes que acuden allí les dan un trato indigno, vejatorio, vergonzoso. Haciendo colas, a la intemperie, como en un campo de concentración. Y eso que van con cita previa. ¡Mi pobre moldava, recién salida de la operación y la quimio de un cáncer de mama, con el brazo en cabestrillo, todo hinchado! Cuando entramos, un tipo malencarado me espetó directamente: —¿Tú, qué quieres?—. No dio ni los buenos días. Y no será porque esos desgraciados no pagan un dineral en tasas. Menudo negocio hace la Administración con ellos. Ya sabes que ella, por su cargo, es la responsable de todo aquello, ¿no?