30 diciembre 2017

Emilio García Delgado. In memoriam
Álvaro Delgado Gal
Sé que conocí a Emilio en el 57, cuando cursábamos ambos Materna, pero mentiría si declarase ahora su rostro, sus trazas o su altura. En realidad, Emilio se empieza a perfilar para mí más tarde, y no como una silueta que viene del fondo y se agranda sino como una presencia en la que pongo cosas que he sabido a medida que pasaba el tiempo, desordenadamente: los ojos color uva, el pelo rubial, la frente ancha. Me contó su hermano Carlos, en el velatorio, la versión que había hecho correr Emilio en su familia. Al parecer, la primera vez que nos vimos nos dimos una paliza, y después nos hicimos amigos. Es verosímil. Pegarse, entonces, era como decir “¡hola!”, y los que se saludan diciendo “¡hola!” se dan después la mano. Aquella España era muy pobre todavía: desvencijados los autobuses que recogían y devolvían a sus casas a los escolares, pobres las provisiones de boca que cada uno llevaba para entretener el hambre durante el recreo (una delicia no infrecuente era el bocadillo de plátano machacado: la carne se reservaba para los días de fiesta), pobres los arreos con que nos echaban a rodar por la calle. Pobres, sí, y, en el caso del Liceo, rigurosamente reglados por la Administración italiana: grembiule blanco para los de Materna, luego babi negro o azul, que se abotonaba por detrás y remataba por arriba en un cuello de hule blanco; y así hasta los once años. Las chicas, al revés que los chicos, conservaban el rigor indumentario hasta el último curso, el de Quarta Liceo. Visto desde un helicóptero, no se habría podido distinguir nuestro colegio de un orfelinato, con sus pueriles bandadas, menudas y oscuras, salpicando el patio durante las horas de asueto. Y allí estaba Emilio y allí estaba yo, o para ser más exactos, allí estaba García y allí estaba Delgado. Porque nos conocíamos por los apellidos, reproduciendo las jerarquías aprendidas en el aula cuando la maestra leía la lista antes de que empezara la clase, en mala prosodia castellana:
Delgado, Álvaro
García, Emilio
Pérez Lozano, Valeriano
Pérez Martínez, José Ignacio
La duplicación de apellidos, ideada por las autoridades docentes para distinguir a los dos Pérez, se transmitió también al patio de recreo, y Valeriano era Pérez Lozano y José Ignacio era Pérez Martínez. Emilio, en fin, fue para mí García hasta muy tarde. No empecé a llamarle “Emilio” hasta mucho después de habernos hecho realmente amigos, quiero decir, el tipo de amigos que lo son por algo más que haberse sacudido previamente la badana. ¿Cuándo ocurrió la amistad, la amistad de veras? A la vuelta de Terza Media, unos minutos antes de iniciarse oficialmente el curso siguiente, nos habíamos congregado todos frente a la puerta de entrada, un día de principios de octubre. Emilio nos sorprendió mirándonos desde arriba: había dado un estirón fabuloso y nos llevaba al resto más de una cuarta. Además, el verano o el esfuerzo de crecer lo habían dejado medio pelón. Ese es el primer Emilio que recuerdo como una fotografía de verdad, esto es, no hecha con fragmentos arbitrarios de fotografías dispersas. Después, no creció más. En Preu, estaba en la media, ni alto ni bajo. Seguía perdiendo pelo, y apuntaba ya, en el horizonte, el Emilio joven y después maduro: los ojos claros color uva, una calva a lo Ramón y Cajal y finalmente la barba bíblica, rubia primero y después canosa, como tienen que ser las barbas bíblicas. Nos hicimos irreversiblemente inseparables, copiamos a los siameses, a los 14-15 años, en Quinto. Primero en compañía de otro Álvaro, Forqué, y luego solos cuando Forqué empezó a echarse novias y a tirar por otro lado. Emilio era un hombre fuerte, y muy veloz corriendo: lo llamaban “el hombre bala”, no el peor mote en un mundo donde ser cortés se confundía con ser un pringado. Salíamos con chicas en grupo, que era salir con chicas y a la vez no salir con ellas. Los de nuestra generación recordarán igualmente lo previsible de nuestros movimientos, los sábados por la tarde: desde el cruce de Goya con Alcalá, a la Casa de la Moneda, y al revés. Volvíamos a casa hacia las nueve y media, después de haber comido un pastel en Italnova o visto una película en las salas de la margen derecha, según se baja la calle. Me parece no mentir si digo que algunos lucíamos corbata y blazer. Tengo también la impresión de que éramos inimaginablemente castos, aunque quizá esté proyectando mi caso sobre los de los demás. Cultivábamos nociones voluntariosas aunque equivocadas sobre la anatomía femenina, extraídas de las películas toleradas para todos los públicos. Ya en la universidad, donde cursé Ciencias Físicas, puede descubrir que mis nuevos compañeros me superaban en la inopia total. Oí una conversación en que un joven de veinte años disputaba con otro sobre la forma de las piernas de las mujeres: uno afirmaba que eran cilíndricas, y el otro, que cónicas. Más que el desconocimiento, me sorprendió el punto de vista, o si preferís, la perspectiva.
Emilio eligió medicina, como su hermana Menchu. Y pasado un tiempo, se hizo novio de Nieves, con la que se casaría terminada la carrera. Yo seguí por ahí rodando, y un poco perdido. Tengo la sensación de que Emilio me dio a mí más que yo a él. No me sentía culpable, porque Emilio ha sido enorme, casi lunáticamente, generoso, y resultaba difícil competir con él. Fue un hombre inteligente. Fue un buen padre. Fue un buen hijo. Fue un buen médico. Ser simultáneamente bueno en todas estas cosas es raro, aunque no absolutamente extraordinario. Lo absolutamente extraordinario, en Emilio, ha sido la generosidad. Yo he reposado en él, cada vez que tenía un problema, de forma refleja, como se reposa en la pierna izquierda o la derecha después de un tropezón. Ahora que ha muerto, no sé qué hacer. Estoy como el hombre al que han amputado un miembro que persiste en usar porque sigue haciéndose a la idea de estar entero. Creo que a esto, los sicólogos, lo denominan “fase de negación”, o algo parecido. Y sí, ahora me siento culpable, aunque no acierte a explicarme el motivo a ciencia cierta. Me quedaban cosas por decirle. Cosas por demostrarle. Podríamos, dentro de unos años, haber ido a tomar el sol de invierno a un banco del Retiro, para ver cómo perdían sus últimas hojas los castaños de India. Podríamos haber hecho lo que teníamos derecho a hacer, después de tanto tiempo juntos. Y no, no será. Uno ha corrido demasiado o el otro se ha rezagado. No hemos sabido igualar el paso, amigo mío, como Dios manda.


29 diciembre 2017

Ya vienen los Reyes

Jesús Ramos Alonso

Estaba oscuro, pero la figura de los tres hombres se vislumbraba, como un borrón de luz emergiendo de un bosque en tinieblas…
Dylan se despertó sudando, ¡otra vez ese sueño! Fue al baño y se miró al espejo que le devolvió seguridad, confianza, autoestima.
Ese sueño no significa nada —le susurró su imagen—, tú te has fabricado tu propia suerte.
Ya más tranquilo, se fumó un cigarrillo con la ventana abierta a la cálida noche de diciembre.
Se volvió a dormir hasta que le despertaron unos golpecitos en la puerta:
¿Sí…?
Buenos días señor, son las nueve y media: su desayuno y los periódicos —dijo un camarero.
Desayunó opíparamente mientras ojeaba los titulares de la prensa y se instaló en una tumbona, con el mar al fondo, entretenido con el suplemento de economía.
Antes de bajar a la playa, llamó a la recepción del hotel y encargó un billete para el cinco de enero. Eligió un vuelo que llegaba a la una, con margen suficiente antes de la cabalgata.
Dylan no era creyente, pero ese año la fiesta de Reyes tenía para él un significado muy especial.
Nada más colgar anotó en su libreta de cuero los datos del viaje: las horas de salida y llegada, la duración del taxi hasta el hotel, situado pared con pared con el edificio del ayuntamiento… Quedaban algunos detalles por precisar pero aún tenía unos días para pulirlo todo. Respiró satisfecho… Todo perfecto.
El sonido del teléfono le despertó. Descolgó; una melodía surgió del auricular: “…ya vienen los Reyes, por los callejones…”
¿Sí? —dijo entre bostezos.
Señor, son las siete, recuerde que debe hacer el check-in dentro de hora y media.
Se levantó de mal humor, ¡de nuevo el maldito sueño!, y esta vez le había tenido despierto hasta el alba. ¿Quiénes eran esos hombres, esas figuras difuminadas que le visitaban noche tras noche?...”Solo es un sueño”, pensó, mirándose al espejo mientras hacía la señal de la victoria. Su reflejo ojeroso le dijo “todo va a salir bien”.
Estuvo todo el vuelo medio adormilado. Entre cabezadas vio que sobrevolaban el inmenso bosque que rodeaba aquella ciudad de provincias; un par de días allí y, después, un tranquilo invierno al sol con el Teide como paisaje de fondo.
Luego se volvió a dormir; no escuchó el anuncio de rigor de la azafata por el altavoz, “…tomaremos tierra en cinco minutos, recojan sus equipajes de mano y no olviden adelantar una hora sus relojes. El comandante…”
Le despertó el contacto del tren de aterrizaje con la pista.
A las seis ya estaba oscuro; en esa parte de la ciudad, a espaldas de la Plaza Mayor no se veía un alma. Todo el mundo estaba en la cabalgata.
Dylan cogió la mochila y cinco minutos después, como un corcel negro a través de la noche, se deslizaba por los sótanos del hotel hasta el punto exacto que marcaba su libreta, un metro veinte centímetros desde la columna. Con pulso firme aplicó el berbiquí en los puntos previamente marcados con rotulador, después rellenó los huecos con goma explosiva y, a las seis cincuenta, un hermoso boquete le daba acceso al viejo caserón del ayuntamiento, muy lejos de la entrada principal custodiada por dos municipales atentos al bullicio de la plaza mayor.
Dylan recorrió pasillos precedido por el óvalo amarillo que proyectaba su linterna. En las encrucijadas, bajo el haz de luz, consultaba sus anotaciones: giro a la izquierda, siete pasos al frente, puerta a la derecha,...
Al fin llegó a las dependencias de la recaudación, donde estaba la caja fuerte. Miró el reloj, casi las siete, se relajó un minuto:
Tranquilo —se dijo—, te sobra tiempo…
De repente un ruido le sobresaltó. ¡No!, ¡no podía ser! su corazón le dio un vuelco al oír voces que se acercaban; apagó la linterna y se arrebujó sobre sí mismo conteniendo la respiración. Una puerta se abrió, la luz lo llenó todo y, esta vez sí, esta vez pudo distinguir perfectamente la figura de los tres hombres, uno, el que se le echó encima, tenía barba blanca y capa de armiño...
Al día siguiente los periódicos locales publicaron la noticia en la primera página:
Los Reyes Magos atrapan a un ladrón que intentaba hacerse con la recaudación de los impuestos municipales. Un funcionario y dos concejales que volvían de la cabalgata, disfrazados de Reyes Magos, le sorprendieron in fraganti. Melchor redujo al caco que no ofreció resistencia. Eran las ocho en punto de la tarde, una hora menos en Canarias.”
Esa noche, en el calabozo, Dylan durmió de un tirón.

Gonzalo Silván Lago

15 diciembre 2017

Día de Muertos 2017 en Ciudad de México


Texto y fotografías de Julio Sánchez Mingo


A Clementina Cruz, por su aportación a mi conocimiento de la cultura popular mexicana


La primera vez que fui a viajar a México le pregunté a una amiga mía mexicana qué era lo más interesante de su país. Sin dudarlo un segundo me contestó que la cultura popular.
Uno de sus máximos exponentes es la celebración del Día de Muertos, el 1 y el 2 de noviembre, cuyos preparativos comienzan unas fechas antes. De origen mesoamericano, coincide con las conmemoraciones católicas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos. Se trata de una de las festividades más antiguas y populares de México y, como muchas de sus tradiciones, nace de la fusión de la cultura indígena y de la cultura de los conquistadores españoles. En esos días se venera y recuerda a los difuntos, con la instalación de ofrendas, altares, en su memoria, se acude a los panteones, cementerios, a adornar las sepulturas de los antepasados y familiares fallecidos, donde se vela por la noche, se convive con los símbolos de la Muerte, siempre tan presente en la vida de los mexicanos, se señala la mortalidad de los humanos y la fugacidad de la vida, ante las que todos somos iguales, se publican las calaveras políticas y literarias, composiciones en verso, impresas en pasquines, cuyo objeto es satirizar, ridiculizar y criticar, en la línea de las chirigotas gaditanas. También se ríe, se canta, se baila y se bebe, y los niños, y bastantes mayores, se disfrazan, enmascaran o maquillan, de calaveras y catrinas. No es una festividad morbosa, sino que reina la paz y la felicidad.
 

Ofrenda frente al Palacio de Bellas Artes
 
He sido afortunado al poder asistir y disfrutar este año en Ciudad de México de algunas de las actividades propias de esta celebración, cumbre del calendario festivo mexicano y que pone de manifiesto la peculiar relación de la sociedad del país norteamericano con la Muerte y su personificación.

Cojín con calavera en una casa particular
 
Los terremotos del mes de septiembre han marcado la edición de este año, con recuerdos especiales a las víctimas, damnificados, rescatadores y voluntarios.

Dos fines de semana antes del primero de noviembre, los alebrijes monumentales recorren la ciudad desde el Zócalo hasta la moderna zona financiera del paseo de la Reforma, donde quedan expuestos hasta el domingo posterior al Día de Muertos, entre las glorietas del Ángel de la Independencia y la Diana Cazadora. El Zócalo es la inmensa plaza del Centro Histórico, oficialmente llamada plaza de la Constitución, en honor de la Constitución de Cádiz de 1812, la Pepa. Está rodeada por la catedral metropolitana, el antiguo palacio de los virreyes, ahora Palacio Nacional, sede de la presidencia de la República, y otros soberbios edificios. En su centro se levanta un monumental mástil en el que ondea la bandera nacional.


Los alebrijes son animales fantásticos que poseen garras para aferrarse a la tierra, símbolo de realidad, y alas para construir sueños y volar hacia ellos. Nacieron, a finales de los años treinta del siglo XX, en el barrio de la Merced, de los diseños y las ideas conjuntas del artista plástico José Gómez Rosas, conocido como el Hotentote, y del maestro artesano Pedro Linares. Por aquel entonces se realizaban en cartonería. Posteriormente la tradición se extendió a Oaxaca, donde se fabrican en madera.
Son una muestra magnífica y muy representativa del arte popular mexicano.
















De unos pocos años a esta parte, el sábado anterior al primero de noviembre, se celebra el desfile de ofrendas móviles, acompañadas de una multitud de personas disfrazadas de catrinas, las mujeres, y calaveras, los hombres, desde la Estela de Luz, en el paseo de la Reforma, junto a la puerta de los Leones del Bosque de Chapultepec, hasta el Zócalo. La muchedumbre que asiste al paso de la comitiva es ingente, incontable. De hecho me acerqué a presenciarlo, pero la masa humana agolpada al borde del recorrido me impidió ver nada. Otra vez será.

Hay una serie de elementos propios del Día de Muertos y sus actos, entre los que destacaré las ofrendas, la flor de cempasúchil, las calaveras literarias, las catrinas, el chilacayote, el pan de muerto y las calaveras, siempre calaveras por todas partes.

Se supone que las almas de los difuntos regresan por el Día de Muertos. El día 1 de noviembre las almas de los niños y el día 2 las de los adultos. Para ellos, cada familia prepara las ofrendas, altares domésticos con alimentos, pan de muerto entre otros, bebidas, flores, velas, cruces, estampas con las Ánimas del Purgatorio, efigies de la Guadalupana, objetos de uso cotidiano y agrado de los finados, juguetes en el caso de los pequeños, y fotografías o retratos de los ancestros fallecidos.

Ofrenda en una casa particular en Mixquic (Ciudad de México)

Otra ofrenda en una casa particular en Mixquic
 
La flor de cempasúchil, tagete en España, y sus pétalos todo lo adornan y están omnipresentes. Es la flor de Muertos y se alfombran calles y caminos con sus pétalos para guiar las almas de los difuntos. Es el símbolo del resplandor del Sol.

Flores de cempasúchil listas para su uso en el jardín de la antigua casa de campo del general López de Santa Anna, vencedor de El Álamo y varias veces presidente de la República, en Tlalpan.
 
Las llamadas calaveras literarias son rimas satíricas y burlescas, escritas a modo de epitafio humorístico de personas aún vivas, donde la muerte hace mención a alguna de las características o comportamientos del personaje en cuestión, del que se habla como si ya estuviera muerto. Generalmente hacen alusión a políticos en el poder. Se publican en vísperas del Día de Muertos.
Como puede verse más abajo, muchas de las de este año estaban dedicadas a los terremotos del mes de septiembre.



La catrina, o calavera garbancera, es un personaje femenino con cabeza de calavera y ataviado con elegantes prendas. Representa a la Muerte y su iconografía fue creada por el artista mexicano José Guadalupe Posada e inmortalizada por Diego Rivera en su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Nace de la crítica, en la época del Porfiriato, a las damas que se daban mucho postín y renegaban de sus orígenes mestizos y humildes, a las que llamaban garbanceras, las que venden garbanza. Posada dibujó y grabó por primera vez una catrina para una calavera literaria con el título Las que hoy son empolvadas garbanceras pararán en deformes calaveras. Hoy en día es el disfraz más extendido entre las mujeres para el Día de Muertos.

Espectacular efigie de catrina, emplazada entre la Alameda Central y el Palacio de Bellas Artes. Patrocinada por una funeraria

Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Diego Rivera 


Calavera literaria. Grabado original de José Guadalupe Posada
 
El chilacayote es una cucurbitácea como el melón, la calabaza o la sandía. Se tiene la creencia de que este fruto absorbe los malos humores del difunto. Por ello es un elemento más de las ofrendas. Se utiliza para elaborar la tradicional calavera, vaciándolo de pulpa y semillas y practicándole unas aberturas a modo de orificios craneales. En el interior se coloca una vela.
Los niños le añaden un asa de alambre y así lo emplean a modo de pozalito, donde guardan las calaveritas, dulces con esa forma, y otros confites que van pidiendo por la calle, de casa en casa, de tienda en tienda, el día 1 de noviembre: - Una limosna para mi calavera….

Chilacayote y pétalos de flor de cempasúchil
 
El pan de muerto se elabora especialmente por las celebraciones del Día de Muertos. Tiene forma semiesférica. En su polo superior un pequeño abultamiento representa un cráneo y cuatro canillas simulan huesos. Esta forma simboliza los cuatro rumbos del universo. Se come como un bollo más y también se incorpora en las ofrendas. Tan sabroso como un buen roscón o un buen panettone, pero distinto.


No sólo se montan ofrendas en las casas particulares sino por doquier. En las vías públicas, en los edificios oficiales, en los centros de trabajo, en los hoteles y los restaurantes.
Las familias las dedican a sus parientes. En los lugares de trabajo a compañeros desaparecidos o, de forma satírica y humorística, a los jefes u otros colegas, como si ya estuvieran muertos. Ello recuerda que la Parca nos iguala a todos y nos espera, irremediablemente, también a todos.





En el Zócalo se levanta la llamada ofrenda monumental, una instalación artística muy variada y de colosales dimensiones. Este año, como no podía ser de otra manera, erigida a “la memoria de las víctimas de los seísmos y en honor de los rescatistas y voluntarios que, de manera inmediata, participaron en las labores de ayuda, así como en las tareas de reconstrucción”.















En la bellísima plaza de Santo Domingo, con sus soportales de pueblo castellano, distintos centros de la UNAM, Universidad Nacional Autónoma de México, instalan una ofrenda gigantesca, este año dedicada a Diego Rivera.













Donde más se refleja la tradición cultural católico española es en la asistencia a los panteones, los cementerios, para velar a los difuntos y rezar por ellos.
Las sepulturas se adornan de flores hasta el paroxismo.

Acudí a Mixquic, localidad rural de la delegación capitalina de Tláhuac, donde tiene fama la celebración del Día de Muertos. El recoleto panteón de San Andrés se engalana soberbiamente y por la noche se apagan las luces para que solamente esté iluminado por velas y cirios. Las calles se llenan de ofrendas e instalaciones, se organizan espectáculos de música, baile y juego de pelota tradicional mexica y se come y se bebe en la plaza pública.








Paisanos muy amables, autores de algunas de las instalaciones de la vía pública, me invitaron a pasar a sus casas y me mostraron las ofrendas a sus deudos fallecidos.




El genial y querido Mario Moreno Cantinflas, con sus característicos pantalones caídos







Instalación en un huerto
 
Mucha gente, especialmente jóvenes y niños, se disfraza, enmascara y maquilla por Día de Muertos. Las mujeres de catrina, los hombres de calavera. Por la calle se ven verdaderas obras de arte vivientes.










Turista de Seattle (EUA)





El Día de Muertos es la muestra irrefutable de lo artista e imaginativo que es el pueblo mexicano y nos permite extraer dos importantes lecciones.
Primera, la importancia de la familia, de los mayores, del respeto y el cariño hacia ellos, de mantener viva su memoria cuando ya han fallecido. Segunda, la desaparición real de una persona, tras su muerte física, se produce cuando deja de estar en el recuerdo y los corazones de los vivos. Por ello Cervantes es inmortal y mis tatarabuelos, de los que desconozco todo, hace mucho tiempo que dejaron de existir.